“Tú no haces el Camino, el Camino te hace a ti”. Sorprende cuando lo escuchas,

¿cómo unos simples pasos por mitad del monte pueden convertirse en inolvidables?

La pandemia nos arrebató por un tiempo la oportunidad de vivir el Camino de Santiago, sin embargo su fama siempre ha seguido vigente y, nosotros, como estudiantes del último curso de bachillerato, no podíamos perder nuestro momento. Serían 250 km únicos, en todos los sentidos.

Es divertido recordar la definición que le dábamos antes de vivirlo: caminar. Y tiempo después, hacernos conscientes de que eso acaba siendo lo menos significativo. Desde el minuto en que el bus nos dejó en la Cruz de Ferro todo parecía distinto, incluso aquellos que te cruzabas por los pasillos cada mañana y pensabas conocer. A partir de ese momento, llevaríamos toda nuestra vida en una mochila a la espalda.

Al principio fue duro. Etapas complicadas en las que debías superar grandes bajadas, subidas costosas y las primeras ampollas causadas por el roce de los zapatos. Pero entre cánticos y ánimos de tus compañeros, las heridas parecían desvanecerse.

Tras andar cada mañana, llegábamos a un parque o playa fluvial donde, después de un rato de tiempo libre, realizábamos alguna actividad que inundaba de risas el pueblo. En diez días se formó una familia de gente completamente extraña que, gracias a la magia del Camino, se volverían inseparables.

Los dolores pasaban a un segundo plano, y el profundizar en ti mismo y en personas con las que quizá no habías compartido más que dos palabras se volvía imprescindible. ¿Quién imaginaría acabar llorando en el hombro de un “extraño”?

El Camino te enseña que la meta es importante, pero aún lo es más el recorrido que se hace al andar. Es apasionante ver cómo tras subir en una carera el Monte do Gozo y vislumbrar a lo lejos la catedral, los ojos se llenan de lágrimas, orgullosos de haber alcanzado su objetivo.

En pocas palabras, el Camino es una experiencia que no puede contarse, solo vivirse.

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